viernes, 2 de marzo de 2018

TERTULIA RAMONIANA SOBRE LA MUJER DE ÁMBAR

                            La mujer de ámbar (y el hombre pre-perdido)

La sexta tertulia ramoniana de nuestra primera temporada se la dedicamos a la novela napolitana La mujer de ámbar, de título hermoso, visual e inquietante a la vez.
 Es la obra predilecta de Juan Carlos Albert, benemérito y generoso editor del añorado Boletín Ramoniano y de otros trabajos de interés sobre nuestro escritor, y por tal motivo la propusimos, inaugurando de esta forma, por la puerta grande, nuestra entrada en el novelismo.
 Frente a lo que ocurría habitualmente con los escritos  de Ramón, esta novela híbrida y mestiza fue acogida con entusiasmo por los lectores, especialmente allende los mares.
 Así lo señala con regocijo y sorpresa su creador en el prólogo que redacta para la edición del 1943, estando ya, como sabemos, en el exilio austral de Buenos Aires, la ciudad de nombre augural de Luisita Sofovich, la judía que se asoma subrepticiamente a Rebeca y a tantos otros parajes de la novelería y la escritura de retazos ramoniana.
 En La mujer de ámbar, novela  evocadora de Nápoles, una de las ciudades más potentes, radiantes y grávidas de historia que imaginar cabe, tenemos personajes, paisaje y paisanaje, como diría don Miguel de Unamuno, a quien, dicho sea de paso, retrató Ramón con suma agudeza.
Fueron tres las estancias de Ramón en la ciudad del Vesubio: antes de la Gran Guerra, durante la contienda y después.
Empapado de visiones, olores, sabores, remembranzas  y vivencias napolitanas, escribió Ramón su particular y abigarrada semblanza de la urbe mediterránea y griega -que no en vano fue polis bullente de la Magna Grecia, como acredita su nombre-, tras regresar a Madrid, pues le viene bien a su escritura, como nos dice en el citado prólogo, una cierta perspectiva distante  respecto a lo tratado; y, por tal motivo, fue, en cambio, en Nápoles, donde redactó su Torero Caracho.
Hablaba yo arriba de don Miguel II, el de Unamuno, y algo de su inolvidable Augusto Pérez, protagonista de Niebla, se trasluce en el despiste y el ir al desgaire por la ciudad, siguiendo a una mujer aparente y casi aparecida, que vemos en el Lorenzo de La mujer de ámbar,  al igual que hace el hijo de ficción unamuniano al comienzo de la impresionante novela neblinosa.
Después, en lo tocante al escenario y a la ambientación, la técnica y la sensibilidad de ambos autores difiere enormemente. Opta Unamuno por despojar de decorados y dejar desnudos a sus personajes, queriendo así que el lector no se distraiga de las zozobras pasionales y los secretos inconfesables de sus criaturas.
Ramón, por su parte, nos sumerge de cuerpo entero en la atmósfera ancestral, romántica, sinestésica, decadente y barroca de la urbe de la sirena Parténope, presidida por el rugiente y fumígero monte Vesubio, que, como la Venecia de Thomas Mann a Gustav von Aschenbach, contagia y seduce al apático Lorenzo, antecedente en esbozo del Hombre perdido, genuinos héroes desenfocados, de ánimo tambaleante  y algo inútiles, tan característicos de la novela existencial del siglo XX.
Busca que te buscarás, en medio de ese ambiente pleno de contrastes e intensas antítesis, en cuyo trasfondo anida el combate eterno entre la vida y la muerte, célula fundacional, ineludible  y eficiente de la narrativa ramoniana, Lorenzo, tras algún intento fallido, encuentra a la ambarina Lucía.
Suena bien esa pareja de nombres con líquida (l) e interdental (z): Lorenzo y Lucía. Se diría que la música que desprenden al pronunciarlos con parsimonia augura harmonia (con h, como la quería Ramón).

No obstante, no suelen las cosas ser lo que parecen. La familia de la muchacha napolitana, como Aníbal a los romanos, tenía desde antaño jurado odio eterno a los españoles, y la fatalidad, como sabemos por la tragedia griega, es ineluctable.
La búsqueda de centro y sosiego anímico en pos de la cual viajó Lorenzo a la ciudad eternal, se tornará a la postre en desdicha, al arrojarse la novia Lucía, con su gaseosa y cándida  indumentaria nupcial,  por el balcón de su casa,  cuando el cortejo aguardaba expectante su salida  camino de la iglesia.







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