jueves, 28 de junio de 2018

TERTULIA EN TORNO A LO CURSI

 Décima tertulia pomboramoniana: Sobre lo cursi (y un malentendido)
                                                                
El diez es un número redondo, con resonancias homéricas y bíblicas. Nueve años dura la guerra de Troya y el décimo se resuelve. Durante nueve años se prolonga  la derrota de Odiseo por el Mediterráneo, y, el décimo, tras haber sorteado mujeres seductoras,  tentaciones, torbellinos, monstruos y otros peligros diversos arriba, solo, a su patria isleña, Ítaca, donde ha de librar batalla contra los aviesos gorrones de los pretendientes con el fin de reinstaurar el orden. 
Pasemos ahora -tras el sucinto inciso  acerca  del número diez y sus dones- a ocuparnos de nuestra tertulia y de uno de los textos más difundidos e incomprendidos de Ramón, propuesto para la ocasión  por Iñaki Estella. 
Pero antes de entrar en materia, damos nuestra cordial  bienvenida a Paula Rubio, que se sumó al grupo de parlanchines neopombianos en esta jornada tan cursi. Muy contentos de acogerla, hacemos votos porque Paula siga atendiendo nuestras convocatorias venideras.
El ensayo Sobre lo cursi vio la luz por vez primera el 1934, en la colección Renuevos de Cruz y Raya, aneja a la revista de José Bergamín , que ostentaba el mismo nombre que la editorial: + y —
Poco más de veinte páginas dedica Ramón a esta singular elucidación de lo cursi, que él describe, en primer lugar, en lo tocante a su genealogía, como una vástago del barroco. Queda delimitado con ello que los estilos sobrios, herrerianos, bauhausianos, minimalistas, geométricos o con alcances racionalistas de la índole que fuere, se verán  excluidos de su consideración.
De etimología incierta y muy debatida, hay quienes defienden, con escaso fundamento, que cursi viene de la expresión latina cursi omnia. 
Por su parte,   Ramón sostiene que tuvo su origen en Cádiz, a partir de un pintoresco personaje de sainete llamado don Reticursio, sosias de otro personaje cómico muy popular: Gedeón. El éxito del mencionado sainete fue tal que la voz de Reticursio pasó a designar al tipo estrafalario; más tarde derivó en “Sicur”, nombre que se dio a unas emperifolladas señoritas, y concluyó, tras intensa repetición y el subsiguiente trueque silábico, por dar en “cursi”.  
Pero hete aquí que la voz “cursi” es de esas que la Interlingüística considera idiosincrásicas y, por ende, poco menos que intraducibles. A Ramón, emperador, tirano y filántropo de la lengua y de las palabras, tal condición peculiar no le arredra, sino que le sucede más bien lo contrario. La singularidad del vocablo aborigen  le incita y remueve su imaginativa.
  Así, como hizo con los géneros literarios, nuestro escritor, mago en prácticas, un tanto cirujano o cocinero, maestro en las artes cisorias, y otro poco malabarista verbal  procede  a seccionar  la voz en canal, a escudriñarla,  voltearla, orearla y extraerle   savia inédita que yacía allá en lo hondo de su entraña y en el seno del barroco, antecedente y progenitor, como dijimos, de lo cursi. 
Expandida de esta guisa, la palabra alude a partir de este fundacional y amplificatorio momento a lo que antaño aludía y a lo contrario.
Para Ramón no está autorizado a definir el barroco más que quien sea capaz de vivir sentado en la acera pasional de la calle y sea algo extravagante y carente de todo punto de academicidad. 
Lo barroco, para Ramón, es, sentimental y vitalmente, lo deseado, evasivo, liberador; ni caduco ni eterno; y , para el artista, lo concibe como un bálsamo del espíritu,  el apareamiento de idealismo y realismo. Se trata de un estilo descentrado, de conato, que no obtendrá nunca el marchamo de perfecto, como humano,  rebelde, franco.
Lo barroco desvela la imposible cursilería de la piedra.  Al inicio del XVIII, cuando muere el barroco, de quien desciende, nace el ornato de rocaille o rocalla, tan característico del rococó. Luego habrá otras vertientes: japonerías, arabismos, gusto por lo orientalizante. 
Entre las muchas chiribitas que prende y desprende la palabra ramoniana en este su comentario acerca de lo cursi y sus aledaños, queremos destacar, por su agudeza y humor, la observación siguiente, que el escritor atribuye a un chascarrillero de tertulia:
“Snob es el que pide en un gran restaurant achuras o gallinejas y cursi el que pide caviar en una taberna”.
Cursi es el pudor del bien que surge entre las gentes aparenciosas y malas. Si lo cursi se aceptase y se generalizase -aventura Ramón- surgiría una humanidad buena, elegante y discreta. 
El repudio de lo cursi es lo que envenena la sociedad. Épocas de cursilería compartida fueron épocas modestas, felices y pacíficas. 
Pues bien, a partir de ahí, se distancia Ramón, como anunciamos arriba, del significado habitual del adjetivo “cursi”, es decir, del único que consigna la Academia en el DRAE, pues lo bifurca con otra acepción que no es desdeñosa ni despectiva en modo alguno.  Y ya no importa que el falso ensayista que es Ramón se esmere en explicar: “En lo que hay que insistir cuando se quiere definir lo cursi es que hay dos clases de cursi: lo cursi deleznable y sensiblero y lo cursi perpetuizable y sensible o sensitivo”.
Lamentablemente, son ( somos) muy pocos los lectores de Ramón, y muchos los del DRAE. Aunque nuestro autor ya advertía de que no estaba autorizado a definir lo barroco- ni sus secuelas y descendientes, añadimos nosotros- quien no estuviera horro de academicidad, ahí sigue, en monolito, el concepto de “cursi”. Palabra idiosincrásica, como indicamos arriba, y, en consecuencia, berroqueña, inamovible, unidimensional por condena, al parecer. 
Tenga cuidado el lector cuando use “cursi” en buena parte. El malentendido está garantizado. Quien esto escribe ha podido comprobarlo por partida doble en fechas recentísimas. Aduciré como muestra uno de los casos.
Puse en mi FB la foto de la preciosa silla del infante, de las Comendadoras de Santiago, indicando que era un ejemplo cabal de lo cursi perpetuizable y sensible, de acuerdo con la  estimativa ramoniana, y, de inmediato, me replicó una amiga culta y fina -aunque equivocada en esta ocasión- espetándome que la tal silla no tenía nada de cursi, lo cual era muy cierto si solo se consideraba la acepción académica, cosa que, huelga decir, no era el caso. Mi comentario remitía al desdoble elogioso de la voz de marras que debemos a nuestro escritor.
Así están las cosas. Afanémonos y difundamos la palabra de Ramón; mantengamos viva la tertulia y, ante todo, leámoslo una y otra vez. Su alegría melancólica, como lo cursi, abriga; su verbo prodigioso alienta y entona.