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A comienzos del 2016 llegó a las librerías
Nemo,
la última novela de Gonzalo Hidalgo Bayal ((Higuera de Albalat,
Cáceres, 1950), uno de los mejores escritores españoles, sin ninguna
duda, por más que el reconocimiento que se le tribute sea excesivamente
minoritario.
Nemo es una novela aforística y simbólica de una
calidad excepcional, con personajes a los que conocemos por su oficio o
condición (el tabernero, el buhonero, el carpintero, el cazador, los
gemelos, el escribano, el huésped o forastero, luego bautizado como
Nemo, un misántropo que se convierte en mártir), lo cual consagra su
carácter legendario. La obra fue premiada con el Tigre Juan, que se
otorga a la excelencia recóndita.
Pues bien, el libro de cuentos que presentamos ahora,
La princesa y la muerte (
un libro de relatos encadenados para lectores de 8 a 88 años) tiene una factura distinta a la de
Nemo,
pero aun así comparte con él una cierta atmósfera y una visión sombría
de la condición humana que aparece al desnudo, encarnada en los
personajes y sus actos, en el mundo premoral y atemporal -o remoto- en
que se sitúa la acción. Publicada por vez primera por la Editora
Regional de Extremadura en 2001, Tusquets recupera ahora la obra-
enriquecida con un epílogo-, en una edición que se distribuirá con mayor
amplitud. Otros libros del autor han seguido la misma senda de la doble
publicación, y es posible que ello haya redundado en perjuicio de su
difusión más allá del reducido grupo de lectores entusiastas y fieles
con que cuenta Gonzalo Hidalgo.
De la misma manera que en
Las novelas ejemplares de Cervantes reconocemos el mundo del
Persiles, y alguna de ellas lo contiene y anticipa en abreviatura,
Nemo es el apólogo mayor, en tanto que en
La princesa y la muerte tenemos muestras del mismo perfume en pequeñas dosis de menor concentración. No obstante, la lectura de
La princesa y la muerte requiere
un ambiente adecuado, un temple idóneo, algo de sosiego y una cierta
capacidad para desasirse de lo actual. Más o menos como si fuéramos a
escuchar el cuarteto de cuerda de Schubert -o el
Lied homónimo- cuyo nombre,
La muerte y la doncella,
es inevitable recordar, o, simplemente, como cuando leemos a un
clásico. Gonzalo Hidalgo Bayal ha escrito un libro que deslumbra con un
brillo interior, una prosa tensa y ajustada y un sentido de la mesura de
las palabras bastante insólito en nuestros días.
Los cuentos de
La princesa y la muerte no comienzan
ritualmente con la fórmula “Hace mucho tiempo en un país lejano”, como
empezaban los que le contaba su abuela al niño
Luis Landero, según sabemos los lectores de
Esta es mi tierra (2002)
. Tienen,
en cambio, otras características fijas, porque así lo ha querido su
autor -en todos ellos hay una princesa y ocurre la muerte- y porque el
cuento tradicional posiblemente siga siendo el género más cerrado, más
estereotipado, por razones esenciales. Hay uno, “La princesa feliz”,
sumamente breve (y descorazonador). También son cortos algunos cuentos
de Chéjov. De un tiempo acá, se habla de microrrelato, aunque tengo la
sospecha de que la actitud del escritor difiere: en el último caso, la
cortedad es exigencia externa y previa; en el primero -donde entrarían
Chéjov y Gonzalo Hidalgo- es resultado, pero no requisito impuesto desde
fuera.
El narrador de
La princesa y la muerte nos presenta a sus personajes en acción,
in medias res,
en pos de una misión existencial que comporta arduos trabajos y
peligrosos lances. Asistimos a sus fatigas inútiles por hacer una finta
al destino, sus sueños descarriados, sus errores fatales, su virtud
burlada, y, como en la fábula, observamos el imperio ineluctable del más
fuerte, al que más vale no contrariar por muy loables que sean los
motivos para hacerlo. El poderoso es despiadado y nunca vacila cuando
emite un veredicto mortal. De nada ha de servir al héroe tener buenas
razones para contravenir los designios de quien manda, y, en
consecuencia, no precisa de razón alguna para imponer su voluntad. De
ahí que a la postre el buen ciudadano troque su piedad espontánea por la
víctima en acatamiento y aceptación del cruel designio del
imperturbable rey. Así en “El honrado pescador”. La princesa tampoco es
ejemplar. Entre el amor y el dinero de un mercader, cabe que elija lo
segundo y se deshaga cruelmente del amante caballero. Así en “La
princesa feliz”. Algo del mismo jaez encontramos en “El espejo”,
prodigio de cuento de terror y misterio en miniatura.
No son cuentos complacientes para el lector. Por eso interesan,
inquietan, perturban y fascinan. Dada la excelencia de cuanto escribe
Gonzalo Hidalgo -y de esta compilación- no es tarea fácil elegir o
destacar un cuento. Con todo y con eso hay uno que tiene una fuerza
poética y sugestiva muy especial: “El monstruo de las siete cabezas”,
donde al motivo tradicional evocador de la
Odisea y otras
narraciones míticas se une la fuerza misteriosa de la palabra oracular y
sibilina junto al señuelo del número siete. Como dice el subtítulo
añadido a la nueva edición, es un libro de relatos encadenados para
lectores de 8 a 88 años. Y es que a su autor le gusta contemplar los
números y demorarse en sus particularidades y resonancias, como también
se deleita, a veces, escudriñando las palabras y sus vueltas.
Tiene el mundo de Gonzalo Hidalgo una veta más clásica y otra más
barroca. Esto último lo digo pensando en otras obras suyas como
El espíritu áspero (2009)
, una de sus mejores novelas, o
La sed de sal (2013)
, de nombre palindrómico, igual que lo es
Amad a la dama, reescritura de
El celoso extremeño de
Cervantes. Creador de un mundo propio y una toponimia de ficción bien
conocida por sus lectores, Gonzalo Hidalgo es un escritor que tiene en
su haber novelas memorables como
Paradoja del inspector (2004)
, de genuina estirpe kafkiana, o
Campo de amapolas blancas (1997)
, hermoso retrato nebuloso de dos muchachos y una generación, finamente trazado en un número exiguo de páginas. Su primera novela,
Mísera fue, señora, la osadía, data de 1988.
La nueva edición de
La princesa y la muerte contiene, al
igual que la anterior, veintiún cuentos, un número múltiplo de siete.
Hay, además, un epílogo, que yo recomiendo que se lea como si fuera un
prólogo. En realidad es mucho más. Casi me atrevería a decir que en este
ejemplar de menos de doscientas páginas, con dibujos muy acertados de
personajes y lugares -como cuadra a un libro de cuentos que se precie-,
tenemos, por añadidura, un tratado, que, rememorando el unamuniano
Cómo se hace una novela, podríamos llamar
“Cómo se hace un cuento” .
Pero las pautas y directrices que conocemos cuando el narrador-autor nos revela la fragua de
La princesa y la muerte no
son las que se enseñan en una escuela de letras, sino las que brotan en
el taller de la vida casera, cuando un padre que pasea con su hija por
la playa inventa una historia para compartirla y hasta componerla -o
descomponerla- al alimón con ella, a tenor de que la niña la apruebe,
censure o corte en seco, anticipando, más de lo debido, la llegada de la
muerte.
“Quien es del todo comprendido por su tiempo, muere con su tiempo”, escribió Unamuno. Si el autor de
Niebla no se equivoca, auguro a Gonzalo Hidalgo escritor una vida eterna.