martes, 12 de junio de 2018

TERTULIA SOBRE LOS MEDIOS SERES

                                                Tertulia sobre Los medios seres

A propuesta de Lucía González, la tertulia de mayo, enriquecida con la incorporación de Yaritza, José Luis y Raúl, a quienes damos una cordial bienvenida,  versó sobre la obra que tanto inspiró a Jardiel Poncela: Los medios seres.
El 7 de diciembre de 1929, con un público salpicado de personajes de renombre literario tales como José Bergamín, Rafael Alberti, Enrique Jardiel, Díez -Canedo, Azorín, se estrenó en el Teatro Alkázar -que así con k se escribía a la sazón- la sola  obra de teatro de Ramón Gómez de la Serna que pisó un escenario en vida de su autor. Los figurines estaban a cargo del artista de vanguardia  portugués José Almada Negreiros.
El genio recóndito de la generación del 27, Valentín Álvarez, entusiasta admirador y seguidor  de Ramón, fue quien impulsó e hizo posible tal acontecimiento.
Ese mismo otoño la pieza se había publicado en dos entregas en la orteguiana Revista de Occidente.
 Tremendo  fue el revuelo que hubo en el teatro tapizado de granate. Acaso el empeño  de Ramón por engastar en su tejido verbal lo actual con la madera de los clásicos madrileños, Quevedo y Lope, fue el causante de que se reeditaran en los decires y haceres de pombianos y antipombianos las trapisondas de los ruidosos y hasta estruendosos chorizos y polacos que tanto animaron las corralas del Siglo de Oro. Grandísima fue la algarabía que suscitó la pieza, que mostraba a los espectadores unos personajes demediados en bicolor, con  una línea divisoria que hendía  la figura en dos, pasando por la prominencia nasal,   y conformaba  un simétrico par de mitades  por lo exterior, incluyendo la dentadura.
Cuenta el autor que la idea de caracterizar así a la mayoría de los personajes se la inspiró la visión de un cuadro del siglo XVIII que muestra a una mujer mitad viva y mitad esquelética.
A partir de dicha imagen urde Ramón una pieza de gran finura y melancolía  poéticas, con vislumbres orteguianos, especialmente de la teoría de la  perspectiva o punto de vista enunciada por vez primera en El Espectador.
La crítica, poco comprensiva en general, salvo Azorín, cuyo elogio no deja dudas,  destacó no obstante la originalidad del prólogo del apuntador así como el atractivo del tercer acto.
Algo más que la ambigua y no siempre deseable originalidad nos depara el parlamento y apóstrofe del hombre de la concha a cuestas dirigiéndose inopinadamente y contra todo reglamento al espectador y plantando su atril y palmatoria fuera del escotillón que lo alberga para, liberado de su afonía susurrante habitual, dirigir una jugosa perorata al patio de butacas.
 Distanciamiento, ruptura de la ilusión escénica, discurso de captatio benevolentiae  del autor, de quien es ventrílocuo el apuntador, declaración de principios acerca de la superioridad moral y humana del hombre incompleto y con manquedades, perspectivismo orteguiano: los actores no ven su partición; los espectadores sí, son algunos de los puntos que desgrana el descolocado parlador, son aspectos del sustancioso parlamento con que comienza la función.
Farsa fácil en un prólogo y tres actos es el subtítulo que puso Ramón a su pieza en la versión que se representó en Madrid en 1929 y en Buenos Aires al año siguiente. Antes la había tildado de comedia de transición, buen nombre para una obra sutilmente desvaída, de ambiente equívoco, con una cierta pesadumbre flotando y agobiando a los seres menguados y a los enteros, provistos estos últimos de nombres tales como Próspero y Pura. Al alzarse el telón, un almanaque luce la fecha del 10 de noviembre.
 Más que aire de celebración por el primer aniversario de boda de Lucía y Pablo,  lo que se respira es, principalmente,   desasosiego y desorientación por doquier. La viuda, Pura, ella sí que querría, y de qué manera, festejar su primer año de viudez. Del marido difunto echa en falta tan solo que no tiene quien le abra los frascos de perfume con tapón incrustado.
 Fidel, el amigo antimatrimonio, aparece por error. Irrumpe asimismo un muy curioso no invitado. No falta la amiga tardona, malqueda y comelotodo, encarnada en el personaje del medio ser Margarita.
  Por un lado discurren los usos sociales; por otro los sentimientos vivos en lo hondo de las criaturas ramonianas.
Llega el doctor negro, que no baila nunca, y la música del gramófono ahoga las conversaciones,  camufla las pullas y maledicencias de los invitados y la discusión conyugal, siempre al acecho,  al tiempo que permite que el marido celebrante piropee a Patronicio, medio ser rojo.
Alma sin rumbo, el medio ser Marrón se pasea inquieto a la procura de quién sabe qué.  Tiempo hace ya  que renunció a encontrar quien lo comprenda, le dice a la solícita anfitriona Lucía, preocupada por verlo de esa mala guisa moral; ella misma suspira y  se afana en la búsqueda de un hombre de su agrado. No lo es, empero, Hortensio, ser completo empeñado en conquistarla.
Para alivio de los lunares y demás manchas  de los medios seres, Lucía les ofrece sándwichs (sic) modernistas de vitaminas.
Entre tanto, Pablo coquetea con la glotona Margarita, a quien pide que recite algo. Los versos de La casada infiel,  de Federico García Lorca, encalabrinan al anfitrión y producen una desbandada de comensales.
El último acto tiene la misma decoración salvo el tapete de la mesita, ahora cubista, y el almanaque que muestra el 22 de noviembre.
Caqui sigue  galanteando a su prima Lucía. Comparece El que no estuvo, agente de seguros La Inmortal, con una propuesta muy particular. Una reata de medios seres fantasmagóricos entabla un duelo de sexos con Lucía, que se balancea adormecida entre la vigilia y sus fantasmas. Conocemos, luego, a Cuadritos, que llega con una comanda de Lucía; descubrimos a Rayas, que quiere disculparse ante la anfitriona; asistimos a una jugada de parchis en medio de la cual se presenta, de nuevo, el lúgubre  aguafiestas Fidel, aquel que regaló por su boda a Lucía y Pablo unos servilleteros de plata, símbolo del grillete conyugal. E, inesperadamente, asistimos a un amago de encuentro, a un cierto atisbo de entrevisión de  completud  entre los protagonistas y dos viejos conocidos, medios seres como ellos.
Un brindis  con los cubiletes del parchis  sirve de colofón a esta comedia sin fin ni moraleja, como de Ramón.

 Los medios seres no es, qué duda hay,  una obra redonda con personajes memorables de la que se desprenda una tesis ni deba extraerse lección alguna.   Sí tiene, en cambio, mucho de indagación de nuevas  formas escénicas y desatención hacia el teatro al uso.  Tal vez lo principal sea que estamos ante un delicioso y sutil retrato cubista de ambiente, con visos existencialistas de la primera época -tedio vital, incomunicación-  plasmado todo ello en unos diálogos sazonados por un ingenio contenido que preludia el mejor teatro del absurdo de los años venideros, y busca deleitar e inquietar al espectador.
 Es una lástima -y tal vez una injusticia- que Los medios seres no se haya vuelto a representar en España desde 1929, máxime si pensamos en  la de veces que han subido a los escenarios las regocijantes  -aunque bastante  menos finas- piezas de Jardiel Poncela, quien tanto debe a su maestro Ramón  Gómez de la Serna.













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