lunes, 30 de abril de 2018

TERTULIA RAMONIANA DEL 29 DE ABRIL SOBRE EL SECRETO DEL ACUEDUCTO

De cómo la  búsqueda obsesiva del secreto del Acueducto por parte de Pablo repercutió malamente en su acueducto de Silvio



El último domingo abrileño celebramos la octava tertulia ramoniana con bajas de solera.  Un accidente malhadado  ha dejado a nuestra querida Angelines algo maltrecha en tanto que cierta fastidiosa enfermedad nos hurtó la presencia de Manuel, voz masculina del Podcastizo, entre otros varios menesteres. Tampoco pudieron asistir Sara ni Virginia, aunque en este caso las indispuestas no eran ellas. Desde Buenos Aires nos acompañó en el recuerdo de ida y vuelta Pura, viajera  como (y con) nuestra lengua.
Pero, por fortuna, no solo hubo ausencias pues la charla ramoniana acogió gozosa la llegada de tres nuevos y entusiastas participantes: Esther Cabrera, Esther Pérez-Cossío -que son madre e hija-e Iñaki Estella.
El libro propuesto y trabajado -nuestros tertulianos van (vamos) siempre leídos, dice bien el maestro del trampantojo- para la ocasión era la novela segoviana titulada El secreto del Acueducto (1923), cuya acción transcurre de forma simultánea a la redacción, a comienzos de los años veinte del pasado siglo.
Narrada en tercera persona, no tenemos sin embargo el narrador omnisciente de la novela decimonónica stricto sensu porque el relato se ve salteado por pensamientos en voz alta de don Pablo así como por la redacción del diario de sus vivencias  y  la crónica del Acueducto, amén de las construcciones greguerísticas, ya en boca del narrador ya del protagonista o de algún otro personaje. A la polifonía antedicha se agrega, en el capítulo XX,  la voz del autor del acueducto.
 Dedicada a Ortega, esta novela indaga, entre otras hierbas, en un tema predilecto de la generación anterior a la del filósofo y Ramón, la del noventayocho: el ser de Castilla. Como bien dice su autor en esas palabras iniciales destinadas a su gran amigo: “me atrevo a dedicarle esta obra amparándome en la elevada grandeza del tema hispano que la inspira”.
Segovia, ciudad castellana de abolengo, exhibe un monumento único, no solo en la Península sino en la Romania entera: el Acueducto, pórtico y enseña de la hermosa urbe. Ramón le da alma, espíritu y vida y lo convierte en el coprotagonista de su novela. El pseudoquijotesco Pablo y el monumento granítico tienen una relación tan afectiva, loquinaria e intensa que sobrepuja con mucho a la desvaída, triste y conveniente unión del protagonista humano con su desdichada sobrina Rosario, cuyo origen nos vela el narrador.
La sexualidad y la obsesión por el Acueducto y su origen eran el centro y el afán de la vida de  Pablo, quien, a los quince años se había enredado con la esposa de un magistrado.
Viudo, con una hija descastada, monja en las carmelitas de San José, propone matrimonio a Rosario, la joven sobrina que lo cuida y vive con él.
Todo lo que puebla el paisaje del Acueducto tiene preeminencia en el relato. Las bandadas de vencejos que revolotean de un lado al otro del monumento protagonizan el capítulo IV, y varios personajes secundarios, de gran fuerza ambiental y plástica,  quedan enmarcados por la monumental construcción: la viejecita desahuciada que se cobija bajo los sillares graníticos,  el cronista de la ciudad, el tendero de los ultramarinos, los cadetes o los mirones de distinta índole y procedencia que merodean por el Azoguejo.

Castilla, cifra de España,  y lo que tiene de eterna, o eternal, como escribe Ramón,  modulan las reflexiones de Pablo al hilo de la actualidad de su tiempo. Así, al ver en el periódico del día la derrota conocida como el Desastre de Annual, suceso acaecido el 23 de julio del 1921, Pablo mira y elucubra sobre cómo  siente y supera  el Acueducto dicho percance patriótico.
No falta algún descuido del narrador, como tantas otras veces ocurre en  autores que escriben ex abundantia cordis, con el ímpetu de un fenómeno incontrolable  de la naturaleza. Tal sucede con la edad de Pablo, de quien se nos dice al comienzo de la novela que está cercano a los cincuenta y nueve, mientras que en el capítulo II leemos: “Aquel nuevo veranillo segoviano, su cincuenta y siete veranillo, le atosigaba como a estudiante cargado de romanticismo y de sangre nueva”. 
En efecto, con un cierto resabio romántico, el entorno natural e histórico se contagia del estado de ánimo del protagonista. Cuando don Pablo se angustia por el paso del tiempo y la inminencia de la ineludible vejez, el morero del jardín se pone negro y las higueras, antes optimistas, se tornan pesimistas. En el capítulo IX tenemos descripciones góticas de la noche, los locos del barranco y sonidos pavorosos por doquier al pie del Alcázar, al tiempo que el narrador evoca antiguas leyendas.

 Junto a ello, el apego a los contrastes tan característico de la prosa ramoniana, nos depara  algún que otro toque  naturalista intenso. De esta forma comienza el capítuloVI:                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                        
 “Era un gran viejo don Pablo con su bragueta manchada, detalle del que no hacía caso, como si fuese de viejo trotón y muy varoniego el llevarla así.
Al describir en el capítulo XV la lúgubre y sórdida  luna de miel de Pablo y Rosario, que sufre de celos del Acueducto, el narrador extrema los tintes tenebristas: en el sombrío comedor del Parador se encuentran los novios con unos arrieros que comen como perros “triturando los huesos con los dientes”; el vino que les sirven es salvaje, no hay provisión de agua, huele a cárcel y a hospital, los ratones corretean a sabor y, para colmo de miserias, Rosario lamenta que no haya mozos que les canten un epitalamio.
El casamiento no cambió, empero, el derrotero de don Pablo, y su acezante escudriñar en pos del origen del Acueducto dio término a su ya lábil y algo mermada cordura.
Y ello que fue que nuestro desdichado protagonista, alicaído y vapuleado moralmente  por su esposa y el cura hospedado en el hogar conyugal, concluyó convirtiéndose en el loco del pueblo para regocijo de los pilluelos que hacían mofa y escarnio público del cronista del Acueducto, adosándole a la espalda un monigote denigrante para incitar a la irrisión.







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