miércoles, 28 de octubre de 2015

JANELAS I

Una de los tres o cuatro lectores que tengo en este librillo de anotaciones varias, me dijo, ayer, que hacía tiempo que no escribía nada.  Voy a remediar este incumplimiento en el transcurso de la semana.  Las ventanas siempre producen en mí una fascinación instintiva y arraigadísima en las entretelas de mi conciencia.  No sé si achacárselo, psicoanalíticamente, a una monja que me vituperó con brutalidad en el colegio del Paseo del Cisne, hoy Eduardo Dato. (¿Cómo se llamaba entonces la calle? Ahora me surge la duda. Pueda ser que lo del Cisne me venga del Palé o de haberlo oído comentar en casa. Lo comprobaré).  Estaba yo, niña muy rubia y meditativa, mirando, gulusmeadora como sigo siendo, por la ventana grande de la clase, la que daba a la calle, no al patio. Y me llevé un rapapolvo tan injustificado que nunca lo olvidaré. La ventana estaba cerrada; yo no había hecho nada que resultara peligroso ni atentara contra la compostura que se presuponía en una niña de Las Damas Negras.  Tal vez las de la Escuelita, como se llamaba al grupo de las pobres, tenían otros modales. Nosotras, simple y llanamente, no debíamos asomarnos ni atisbar por las ventanas. Eso no lo hacía una señorita, con punto redondo como si lo hubiera dicho Blas.
Luego, cuando hace un año leí el prodigioso libro de Luis Landero, El balcón en invierno, comprendí que un niño del franquismo vivía indiferente a ese dictador  del Pardo, que le quedaba lejos, y siempre tenía otros opresores más próximos, un padre, una monja o quienquiera que fuera.
¿Es ese episodio el origen de mi afición por las ventanas, por buscarlas, observarlas, estudiarlas, compadecerlas si están tapiadas, y, si se tercia, fotografiarlas?  Nunca lo sabré.  Muchas veces construimos explicaciones a posteriori para aclararnos cosas que nos inquietan acezantemente, sin motivo aparente. La tendencia al racionalismo es un defecto al que cuesta sustraerse.  Leer una y otra vez a Unamuno ayuda a curarse de esta dolencia tan común. Ser racionalista ortodoxo, tengo para mí, es la forma más solemne de ser tonto.
Hoy, terminaré diciendo que he elegido la palabra portuguesa janelas para estas entradas porque es la más hermosa de las que conozco.  Suena bonito cuando se dice, acaricia, su etimología es hermosa: "puertecilla", del  latín ianua, "puerta" -la misma voz que da nombre al primer mes del año- con un diminutivo en liquida,   que se asemeja a una nota musical.   Eso si se pronuncia debidamente, no como lo hace Pilar del Río, que es un horror: "yanela". Así no.  Amalia Rodrigues  interpreta una preciosa canción popular, llena de saudade, que se llama Janela. He ahí la pronunciación fetén.  La palabra griega también contiene la voz puerta y un prefijo que da idea de proximidad, nuestro "para-".
No obstante,  prefiero la calidez de la voz portuguesa que me lleva, sin pedírselo, a la canción de Amalia.

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