La noche del primero de mayo, en el Kennedy, conocimos a un loco por la literatura llamado Peter. Naturalmente, me entendí enseguida con él. Era profe de Lengua y Literatura inglesa en Londres y había ido a Dublín a ver la imponente versión de Waiting for Godot por el Abbey Theatre. Peter llevaba un libro de Muñoz Molina en sus manos: In absence. Conocía a Javier Marías. Hizo grandes elogios de su forma de construir las novelas. Hablamos de Joyce. Le conté que el espléndido final de The Dead está inspirado en un símil homérico de la Ilíada. Que la nieve que cae sobre Dublín y sobre toda Irlanda lo hace como los dardos en el campo de batalla de aqueos y troyanos.Se quedó pasmado. Luego le dije que Joyce exploraba y plasmaba de forma magistral los límites y los excesos de la lengua, lo que Ortega llama la exuberancia y la insuficiencia del lenguaje. Hablando y hablando, bebiendo Guinness -qué rica- me preguntó si en España había algún autor comparable a Joyce. No lo dudé. Le dije que el genio de la lengua, anticipador visionario, era Ramón Gómez de la Serna. A Peter y a Tadhg, que también me escuchaba interesado, les hablé de El libro mudo, publicado once años antes del Ulises; de su letanía de monólogo interior que maravilló a Juan Ramón, otro mago del verbo. Mis amigos dublineses empezaron a buscar el nombre del escritor antes nunca oído. Les impresionó la foto de Ramón rodeado de todos los chismes que atesoraba en el torreón. Look, Peter! Decía Tadhg. Amazing! Isn't it! Les conté que también tenía una muñeca gigante, con la que se le ve sentado en animada charla en varias fotos y que escribió un libro delicioso sobre el Rastro.
Buscando y buscando, dieron con un recitado de greguerías con subtítulos en inglés. Me gustaría poder reproducir sus caras, su sorpresa maravillada, su asombro. Peter me dijo que buscaría libros de Ramón en cuanto volviera a Londres; que tenía un interés máximo en conocerlo. Yo pensé en tantos famosos escritores españoles a los que jamás he oído mencionar a Ramón. Tenía razón Unamuno. También Michi Panero, quien en casos así concluía: "Si la envidia fuera tiña".
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