miércoles, 5 de septiembre de 2018

¡MALDITOS BOLARDOS!

¡MALDITOS BOLARDOS!

¡Malditos bolardos! Cuando vivía en mi primera casa de Lavapiés no había bolardos dañinos y engorrosos, que te pueden desgraciar la espinilla, y

hasta la canilla entera si haces un mal quiebro porque te da una voz un amigo. Me había quedado mirando el azul y blanco de las alturas, y las curvas y altibajos de Calvario, Olmo y Olivar, con sus colores cárdeno, azafrán, ocre, sin reparar en esos espetos, porque miro a lo lejos y arriba. Y las calles estaban limpias y tranquilas, a la hora del resistero, que dice Rosa Chacel, con su hermosa lengua castellana vieja.

También me encocora -como los chismes esos, que me recuerdan a las piedras hincadas de los celtas-  el corrector de mi teléfono, que me separa castellanavieja y pretende que escriba jacarandáes en lugar de jacarandás. ¿De cuándo acá, IPhone? Te has formado un pequeño lío con las agudas en í e ú, n’est-ce pas? Aun así yo elijo, y digo menús,

que suena mucho mejor. 

El jacarandá, decimos nosotros, la jacaranda, dicen en México. Y es que el género cosa gramatical es,

aunque no se cosquen los pelmazos y las pelmazas, ministraza (que dice César Nicolás) a la cabeza, y se empecinen en confundirlo con el sexo. Del guaraní viene el nombre del árbol de las cuatro aes, el de la flor malva que menudea por las calles de Lisboa.