Abrí este bloc para susurrar bajo tierra todo aquello que me sea atractivo, sugerente, inquietante, paradójico, ambiguo; así palabras, pensamientos, libros, lugares, rincones, versos, poemas, fragmentos, obras de arte, mitos, cuentos, sucesos,con la esperanza de que las cañaveras que crezcan junto al escondite se tornen flautas.
sábado, 28 de octubre de 2017
Se acerca el día de Difuntos y, para conmemorarlo, nada mejor que recuperar este texto excepcional donde esplende el genio de Unamuno, una de cuyas obsesiones era el Tenorio. Completaré esta afirmación con otros pasajes dispersos por su obra, como el comentario de Niebla. Poco después de este artículo, publicó su drama El hermano Juan, o el mundo es teatro, al que dedicaré entrada independiente. El donjuanismo es una de las obsesiones de segundo rango en Unamuno. O tal vez, de rango superior si la vemos, como ha de ser, vinculada a las ultratumberías. Esas obsesiones recurrentes y perpetuas de los escritores se descubren principalmente cuando descansan del hilo narrativo y aflora, sin que lo quieran, uno de estos espíritus malignos. Tal es el caso del final del capítulo XVI de Niebla, cuando Rogelio, que dialoga con Mauricio, le dice: "-¡Y que lo digas tú, Mauricio, que pasas por un Tenorio, por un seductor"! De forma parecida podemos observar cómo y cuánto agobian y flagelan los celos a Miguel de Cervantes. No basta con sus versiones de El celoso extremeño, ni con El curioso impertinente. Mucho más ilustrativo resulta leer entre líneas el Persiles y descubrir la honda reflexión sobre los celos y sus cuitas que brota aquí y allá, cuando el escritor respira un poco y deja las andanzas de sus peregrinos.
MIGUEL DE UNAMUNO
El Sol (Madrid), 1 de noviembre de 1931
En estos días, en derredor del de Difuntos, se viene desde hace años celebrando un acto de culto del catolicismo popular, laico, de España. Acto religioso y artístico. Es la celebración del “misterio” de Don Juan Tenorio. En que lo erótico, lo sexual si se quiere, no es más que una somera envoltura de lo íntimo de él. Porque en el Tenorio de Zorrilla, como en el primitivo del teólogo Tirso de Molina, en el del “si tan largo me lo fiáis...”, lo religioso, lo “misterioso”, sigue siendo lo entrañado, lo que atrae al público. ¿O es que no dice nada que sea precisamente al conmemorar los Difuntos, y junto a ellos a Todos los Santos, cuando se evoque a Don Juan? Don Juan comulga con los difuntos.
La fiesta de Difuntos, de las benditas ánimas del Purgatorio, es el núcleo de la religión popular, laica, española. Tanto o más que la Navidad o la Pascua. No hay mentecatada mayor que sostener que lo del Purgatorio lo inventó la clerecía para lucrarse con ello. Lo inventó, esto es, lo creó el pueblo; el pueblo que quiere comulgar con sus antepasados, que quiere poder hacer algo en su sufragio. Y si los cree irrevocablemente condenados o salvados, ¿qué puede valerles? ¿Y es que hay nada más popular, más laico, que ese culto a los muertos inmortales, sobre todo en las regiones más célticas de Iberia? Un gallego, un portugués, un asturiano podrán dejar de creer en Dios ―o creer que dejan de creerlo―, pero no en las benditas ánimas. Y ven, sobre todo en ciertas noches, pasar la estantigua, la “huestia”, la santa compaña, la fantasmática procesión de sus difuntos. Y este culto, probablemente anterior al cristianismo, persiste en éste y persistirá cuando este cristianismo popular, laico, español, se cuele en la religión comunista que le suceda, como en nuestro cristianismo se coló el paganismo. Paganismo de pagano, hombre del pago, campesino, aldeano. Y el hombre del pago, que no es el de la supuesta calle, seguirá creyendo en las almas errantes de los que hicieron la tierra que le hace, la tierra que labra. Las raíces de sus antepasados se hunden en su alma terrenal y terrosa.
Pero dejemos ahora esto para volver a ello y detengámonos en otra revelación misteriosa, religiosa, del “misterio” de Don Juan Tenorio. Es cuando éste dice, conmoviendo al pueblo, a su feligresía, más que con sus arrullos de seductor, aquello de: “Llamé al cielo y no me oyó, / y pues sus puertas me cierra, / de mis pasos en la tierra / responda el cielo y no yo.” Misteriosa arrogancia de desesperado a la antigua española, que plantea las responsabilidades del cielo, esto es, de Dios. Porque el cielo es aquí Dios.
Corre por ahí un dicho latino que dice: “Quos Deus vult perdere dementat prius”, “aquellos a quienes Dios quiere perder, los entontece antes”, en que otros ponen en vez de “Deus”, Dios, Júpiter. Pero el texto primitivo, griego, que lo es de un fragmento de Eurípides, no dice ni Dios ni Júpiter ―o sea Zeus―, sino que dice “el cielo”. Aquellos a quienes el cielo quiere perder entontece o enloquece primero. ¿Y no ha de recordarnos esto aquel relato del libro bíblico del Éxodo (del cap. VII en adelante) de cómo Jehová endureció primero el corazón del Faraón para que no accediera a las súplicas de Moisés y de Aarón en favor de los israelitas, y castigarle luego enviando sobre Egipto las siete plagas? ¡Divina diablura ésta de Jehová! Que me trae a la memoria aquella exclamación del hijo de un amigo mío que, al explicarle su madre lo que quería decir una estampa del Purgatorio, exclamó: “¡Pero qué cosas que tie Dios!...” En este muchachito, casi un niño, alentaba ya la misteriosa religiosidad popular española, la de Don Juan Tenorio.
Siente el pueblo toda la agorera misteriosidad del cielo, del que dijo el poeta culto que ni es cielo ni es azul. Pero es que el poeta, Argensola, se refería al cielo azul que todos “vemos”, y el cielo de Don Juan Tenorio, el de la piadosa impiedad paganocristiana de nuestro pueblo no es el cielo que se ve, sino el que se siente, el que ha de responder de nuestros pasos en la tierra. ¿Ver? ¡Bah! Cuando los racionalistas combaten la fe, que es, según el Catecismo, “creer lo que no vimos”, no se dan cuenta de que razón es creer lo que vemos. Argensola fingía ―¡literato al cabo!― no creer en el cielo azul que todos vemos; pero el pueblo ―poeta, verdadero poeta ante todo― cree en el cielo, no siempre azul, que siente, en ese cielo por el que desfila en procesión misteriosa la santa compaña; en ese cielo en que es una realidad la estatua del comendador.
¿Quién ha dicho que es irreligioso, que es incrédulo, el pueblo que acude, ritualmente, cada año a la representación del misterio de Don Juan Tenorio? Y ahora va a decirse misteriosamente, íntimamente, subconcientemente, que del último paso que ha dado el pueblo español, de este paso de un régimen a otro, de esto que llaman revolución, ha de responder el cielo. Todas las otras responsabilidades ―o irresponsabilidades― le tienen sin cuidado ni cuita. El pueblo de Don Juan Tenorio, el de Segismundo, el de Don Álvaro, el pueblo pagano y cristiano ―es decir, católico―, el del eterno Purgatorio, cree en el cielo, en ese cielo que unas veces le estraga con la sequía sus cosechas y otras se las arrasa con pedriscos o se las inunda con avenidas. Y cree en ese cielo para descargarse de responsabilidad. Y esta creencia no se la arrancaréis con pedantescas racionalidades pedagógicas. Declarad en el papel que no hay religión del Estado; pero la hay nacional, y es la del pueblo que vive de misteriosidades, y por ellas. “De mis pasos en la tierra responda el cielo, no yo.”
El Sol (Madrid), 1 de noviembre de 1931
En estos días, en derredor del de Difuntos, se viene desde hace años celebrando un acto de culto del catolicismo popular, laico, de España. Acto religioso y artístico. Es la celebración del “misterio” de Don Juan Tenorio. En que lo erótico, lo sexual si se quiere, no es más que una somera envoltura de lo íntimo de él. Porque en el Tenorio de Zorrilla, como en el primitivo del teólogo Tirso de Molina, en el del “si tan largo me lo fiáis...”, lo religioso, lo “misterioso”, sigue siendo lo entrañado, lo que atrae al público. ¿O es que no dice nada que sea precisamente al conmemorar los Difuntos, y junto a ellos a Todos los Santos, cuando se evoque a Don Juan? Don Juan comulga con los difuntos.
La fiesta de Difuntos, de las benditas ánimas del Purgatorio, es el núcleo de la religión popular, laica, española. Tanto o más que la Navidad o la Pascua. No hay mentecatada mayor que sostener que lo del Purgatorio lo inventó la clerecía para lucrarse con ello. Lo inventó, esto es, lo creó el pueblo; el pueblo que quiere comulgar con sus antepasados, que quiere poder hacer algo en su sufragio. Y si los cree irrevocablemente condenados o salvados, ¿qué puede valerles? ¿Y es que hay nada más popular, más laico, que ese culto a los muertos inmortales, sobre todo en las regiones más célticas de Iberia? Un gallego, un portugués, un asturiano podrán dejar de creer en Dios ―o creer que dejan de creerlo―, pero no en las benditas ánimas. Y ven, sobre todo en ciertas noches, pasar la estantigua, la “huestia”, la santa compaña, la fantasmática procesión de sus difuntos. Y este culto, probablemente anterior al cristianismo, persiste en éste y persistirá cuando este cristianismo popular, laico, español, se cuele en la religión comunista que le suceda, como en nuestro cristianismo se coló el paganismo. Paganismo de pagano, hombre del pago, campesino, aldeano. Y el hombre del pago, que no es el de la supuesta calle, seguirá creyendo en las almas errantes de los que hicieron la tierra que le hace, la tierra que labra. Las raíces de sus antepasados se hunden en su alma terrenal y terrosa.
Pero dejemos ahora esto para volver a ello y detengámonos en otra revelación misteriosa, religiosa, del “misterio” de Don Juan Tenorio. Es cuando éste dice, conmoviendo al pueblo, a su feligresía, más que con sus arrullos de seductor, aquello de: “Llamé al cielo y no me oyó, / y pues sus puertas me cierra, / de mis pasos en la tierra / responda el cielo y no yo.” Misteriosa arrogancia de desesperado a la antigua española, que plantea las responsabilidades del cielo, esto es, de Dios. Porque el cielo es aquí Dios.
Corre por ahí un dicho latino que dice: “Quos Deus vult perdere dementat prius”, “aquellos a quienes Dios quiere perder, los entontece antes”, en que otros ponen en vez de “Deus”, Dios, Júpiter. Pero el texto primitivo, griego, que lo es de un fragmento de Eurípides, no dice ni Dios ni Júpiter ―o sea Zeus―, sino que dice “el cielo”. Aquellos a quienes el cielo quiere perder entontece o enloquece primero. ¿Y no ha de recordarnos esto aquel relato del libro bíblico del Éxodo (del cap. VII en adelante) de cómo Jehová endureció primero el corazón del Faraón para que no accediera a las súplicas de Moisés y de Aarón en favor de los israelitas, y castigarle luego enviando sobre Egipto las siete plagas? ¡Divina diablura ésta de Jehová! Que me trae a la memoria aquella exclamación del hijo de un amigo mío que, al explicarle su madre lo que quería decir una estampa del Purgatorio, exclamó: “¡Pero qué cosas que tie Dios!...” En este muchachito, casi un niño, alentaba ya la misteriosa religiosidad popular española, la de Don Juan Tenorio.
Siente el pueblo toda la agorera misteriosidad del cielo, del que dijo el poeta culto que ni es cielo ni es azul. Pero es que el poeta, Argensola, se refería al cielo azul que todos “vemos”, y el cielo de Don Juan Tenorio, el de la piadosa impiedad paganocristiana de nuestro pueblo no es el cielo que se ve, sino el que se siente, el que ha de responder de nuestros pasos en la tierra. ¿Ver? ¡Bah! Cuando los racionalistas combaten la fe, que es, según el Catecismo, “creer lo que no vimos”, no se dan cuenta de que razón es creer lo que vemos. Argensola fingía ―¡literato al cabo!― no creer en el cielo azul que todos vemos; pero el pueblo ―poeta, verdadero poeta ante todo― cree en el cielo, no siempre azul, que siente, en ese cielo por el que desfila en procesión misteriosa la santa compaña; en ese cielo en que es una realidad la estatua del comendador.
¿Quién ha dicho que es irreligioso, que es incrédulo, el pueblo que acude, ritualmente, cada año a la representación del misterio de Don Juan Tenorio? Y ahora va a decirse misteriosamente, íntimamente, subconcientemente, que del último paso que ha dado el pueblo español, de este paso de un régimen a otro, de esto que llaman revolución, ha de responder el cielo. Todas las otras responsabilidades ―o irresponsabilidades― le tienen sin cuidado ni cuita. El pueblo de Don Juan Tenorio, el de Segismundo, el de Don Álvaro, el pueblo pagano y cristiano ―es decir, católico―, el del eterno Purgatorio, cree en el cielo, en ese cielo que unas veces le estraga con la sequía sus cosechas y otras se las arrasa con pedriscos o se las inunda con avenidas. Y cree en ese cielo para descargarse de responsabilidad. Y esta creencia no se la arrancaréis con pedantescas racionalidades pedagógicas. Declarad en el papel que no hay religión del Estado; pero la hay nacional, y es la del pueblo que vive de misteriosidades, y por ellas. “De mis pasos en la tierra responda el cielo, no yo.”
lunes, 23 de octubre de 2017
LA PRINCESA Y LA MUERTE, POR GONZLO HIDALGO BAYAL
https://www.elimparcial.es/noticia/182805/los-lunes-de-el-imparcial/gonzalo-hidalgo-bayal
Tusquets. Barcelona, 2017. 184 páginas. 15 €. Libro electrónico: 8,99 €.
Por Concha d’Olhaberriague
RELATOS
Gonzalo Hidalgo Bayal: La princesa y la muerte
domingo 22 de octubre de 2017, 18:21h
Por Concha d’Olhaberriague
A comienzos del 2016 llegó a las librerías Nemo,
la última novela de Gonzalo Hidalgo Bayal ((Higuera de Albalat,
Cáceres, 1950), uno de los mejores escritores españoles, sin ninguna
duda, por más que el reconocimiento que se le tribute sea excesivamente
minoritario. Nemo es una novela aforística y simbólica de una
calidad excepcional, con personajes a los que conocemos por su oficio o
condición (el tabernero, el buhonero, el carpintero, el cazador, los
gemelos, el escribano, el huésped o forastero, luego bautizado como
Nemo, un misántropo que se convierte en mártir), lo cual consagra su
carácter legendario. La obra fue premiada con el Tigre Juan, que se
otorga a la excelencia recóndita.
Pues bien, el libro de cuentos que presentamos ahora, La princesa y la muerte (un libro de relatos encadenados para lectores de 8 a 88 años) tiene una factura distinta a la de Nemo, pero aun así comparte con él una cierta atmósfera y una visión sombría de la condición humana que aparece al desnudo, encarnada en los personajes y sus actos, en el mundo premoral y atemporal -o remoto- en que se sitúa la acción. Publicada por vez primera por la Editora Regional de Extremadura en 2001, Tusquets recupera ahora la obra- enriquecida con un epílogo-, en una edición que se distribuirá con mayor amplitud. Otros libros del autor han seguido la misma senda de la doble publicación, y es posible que ello haya redundado en perjuicio de su difusión más allá del reducido grupo de lectores entusiastas y fieles con que cuenta Gonzalo Hidalgo.
De la misma manera que en Las novelas ejemplares de Cervantes reconocemos el mundo del Persiles, y alguna de ellas lo contiene y anticipa en abreviatura, Nemo es el apólogo mayor, en tanto que en La princesa y la muerte tenemos muestras del mismo perfume en pequeñas dosis de menor concentración. No obstante, la lectura de La princesa y la muerte requiere un ambiente adecuado, un temple idóneo, algo de sosiego y una cierta capacidad para desasirse de lo actual. Más o menos como si fuéramos a escuchar el cuarteto de cuerda de Schubert -o el Lied homónimo- cuyo nombre, La muerte y la doncella, es inevitable recordar, o, simplemente, como cuando leemos a un clásico. Gonzalo Hidalgo Bayal ha escrito un libro que deslumbra con un brillo interior, una prosa tensa y ajustada y un sentido de la mesura de las palabras bastante insólito en nuestros días.
Los cuentos de La princesa y la muerte no comienzan ritualmente con la fórmula “Hace mucho tiempo en un país lejano”, como empezaban los que le contaba su abuela al niño Luis Landero, según sabemos los lectores de Esta es mi tierra (2002). Tienen, en cambio, otras características fijas, porque así lo ha querido su autor -en todos ellos hay una princesa y ocurre la muerte- y porque el cuento tradicional posiblemente siga siendo el género más cerrado, más estereotipado, por razones esenciales. Hay uno, “La princesa feliz”, sumamente breve (y descorazonador). También son cortos algunos cuentos de Chéjov. De un tiempo acá, se habla de microrrelato, aunque tengo la sospecha de que la actitud del escritor difiere: en el último caso, la cortedad es exigencia externa y previa; en el primero -donde entrarían Chéjov y Gonzalo Hidalgo- es resultado, pero no requisito impuesto desde fuera.
El narrador de La princesa y la muerte nos presenta a sus personajes en acción, in medias res, en pos de una misión existencial que comporta arduos trabajos y peligrosos lances. Asistimos a sus fatigas inútiles por hacer una finta al destino, sus sueños descarriados, sus errores fatales, su virtud burlada, y, como en la fábula, observamos el imperio ineluctable del más fuerte, al que más vale no contrariar por muy loables que sean los motivos para hacerlo. El poderoso es despiadado y nunca vacila cuando emite un veredicto mortal. De nada ha de servir al héroe tener buenas razones para contravenir los designios de quien manda, y, en consecuencia, no precisa de razón alguna para imponer su voluntad. De ahí que a la postre el buen ciudadano troque su piedad espontánea por la víctima en acatamiento y aceptación del cruel designio del imperturbable rey. Así en “El honrado pescador”. La princesa tampoco es ejemplar. Entre el amor y el dinero de un mercader, cabe que elija lo segundo y se deshaga cruelmente del amante caballero. Así en “La princesa feliz”. Algo del mismo jaez encontramos en “El espejo”, prodigio de cuento de terror y misterio en miniatura.
No son cuentos complacientes para el lector. Por eso interesan, inquietan, perturban y fascinan. Dada la excelencia de cuanto escribe Gonzalo Hidalgo -y de esta compilación- no es tarea fácil elegir o destacar un cuento. Con todo y con eso hay uno que tiene una fuerza poética y sugestiva muy especial: “El monstruo de las siete cabezas”, donde al motivo tradicional evocador de la Odisea y otras narraciones míticas se une la fuerza misteriosa de la palabra oracular y sibilina junto al señuelo del número siete. Como dice el subtítulo añadido a la nueva edición, es un libro de relatos encadenados para lectores de 8 a 88 años. Y es que a su autor le gusta contemplar los números y demorarse en sus particularidades y resonancias, como también se deleita, a veces, escudriñando las palabras y sus vueltas.
Tiene el mundo de Gonzalo Hidalgo una veta más clásica y otra más barroca. Esto último lo digo pensando en otras obras suyas como El espíritu áspero (2009), una de sus mejores novelas, o La sed de sal (2013), de nombre palindrómico, igual que lo es Amad a la dama, reescritura de El celoso extremeño de Cervantes. Creador de un mundo propio y una toponimia de ficción bien conocida por sus lectores, Gonzalo Hidalgo es un escritor que tiene en su haber novelas memorables como Paradoja del inspector (2004), de genuina estirpe kafkiana, o Campo de amapolas blancas (1997), hermoso retrato nebuloso de dos muchachos y una generación, finamente trazado en un número exiguo de páginas. Su primera novela, Mísera fue, señora, la osadía, data de 1988.
La nueva edición de La princesa y la muerte contiene, al igual que la anterior, veintiún cuentos, un número múltiplo de siete. Hay, además, un epílogo, que yo recomiendo que se lea como si fuera un prólogo. En realidad es mucho más. Casi me atrevería a decir que en este ejemplar de menos de doscientas páginas, con dibujos muy acertados de personajes y lugares -como cuadra a un libro de cuentos que se precie-, tenemos, por añadidura, un tratado, que, rememorando el unamuniano Cómo se hace una novela, podríamos llamar “Cómo se hace un cuento” .
Pero las pautas y directrices que conocemos cuando el narrador-autor nos revela la fragua de La princesa y la muerte no son las que se enseñan en una escuela de letras, sino las que brotan en el taller de la vida casera, cuando un padre que pasea con su hija por la playa inventa una historia para compartirla y hasta componerla -o descomponerla- al alimón con ella, a tenor de que la niña la apruebe, censure o corte en seco, anticipando, más de lo debido, la llegada de la muerte.
“Quien es del todo comprendido por su tiempo, muere con su tiempo”, escribió Unamuno. Si el autor de Niebla no se equivoca, auguro a Gonzalo Hidalgo escritor una vida eterna.
Pues bien, el libro de cuentos que presentamos ahora, La princesa y la muerte (un libro de relatos encadenados para lectores de 8 a 88 años) tiene una factura distinta a la de Nemo, pero aun así comparte con él una cierta atmósfera y una visión sombría de la condición humana que aparece al desnudo, encarnada en los personajes y sus actos, en el mundo premoral y atemporal -o remoto- en que se sitúa la acción. Publicada por vez primera por la Editora Regional de Extremadura en 2001, Tusquets recupera ahora la obra- enriquecida con un epílogo-, en una edición que se distribuirá con mayor amplitud. Otros libros del autor han seguido la misma senda de la doble publicación, y es posible que ello haya redundado en perjuicio de su difusión más allá del reducido grupo de lectores entusiastas y fieles con que cuenta Gonzalo Hidalgo.
De la misma manera que en Las novelas ejemplares de Cervantes reconocemos el mundo del Persiles, y alguna de ellas lo contiene y anticipa en abreviatura, Nemo es el apólogo mayor, en tanto que en La princesa y la muerte tenemos muestras del mismo perfume en pequeñas dosis de menor concentración. No obstante, la lectura de La princesa y la muerte requiere un ambiente adecuado, un temple idóneo, algo de sosiego y una cierta capacidad para desasirse de lo actual. Más o menos como si fuéramos a escuchar el cuarteto de cuerda de Schubert -o el Lied homónimo- cuyo nombre, La muerte y la doncella, es inevitable recordar, o, simplemente, como cuando leemos a un clásico. Gonzalo Hidalgo Bayal ha escrito un libro que deslumbra con un brillo interior, una prosa tensa y ajustada y un sentido de la mesura de las palabras bastante insólito en nuestros días.
Los cuentos de La princesa y la muerte no comienzan ritualmente con la fórmula “Hace mucho tiempo en un país lejano”, como empezaban los que le contaba su abuela al niño Luis Landero, según sabemos los lectores de Esta es mi tierra (2002). Tienen, en cambio, otras características fijas, porque así lo ha querido su autor -en todos ellos hay una princesa y ocurre la muerte- y porque el cuento tradicional posiblemente siga siendo el género más cerrado, más estereotipado, por razones esenciales. Hay uno, “La princesa feliz”, sumamente breve (y descorazonador). También son cortos algunos cuentos de Chéjov. De un tiempo acá, se habla de microrrelato, aunque tengo la sospecha de que la actitud del escritor difiere: en el último caso, la cortedad es exigencia externa y previa; en el primero -donde entrarían Chéjov y Gonzalo Hidalgo- es resultado, pero no requisito impuesto desde fuera.
El narrador de La princesa y la muerte nos presenta a sus personajes en acción, in medias res, en pos de una misión existencial que comporta arduos trabajos y peligrosos lances. Asistimos a sus fatigas inútiles por hacer una finta al destino, sus sueños descarriados, sus errores fatales, su virtud burlada, y, como en la fábula, observamos el imperio ineluctable del más fuerte, al que más vale no contrariar por muy loables que sean los motivos para hacerlo. El poderoso es despiadado y nunca vacila cuando emite un veredicto mortal. De nada ha de servir al héroe tener buenas razones para contravenir los designios de quien manda, y, en consecuencia, no precisa de razón alguna para imponer su voluntad. De ahí que a la postre el buen ciudadano troque su piedad espontánea por la víctima en acatamiento y aceptación del cruel designio del imperturbable rey. Así en “El honrado pescador”. La princesa tampoco es ejemplar. Entre el amor y el dinero de un mercader, cabe que elija lo segundo y se deshaga cruelmente del amante caballero. Así en “La princesa feliz”. Algo del mismo jaez encontramos en “El espejo”, prodigio de cuento de terror y misterio en miniatura.
No son cuentos complacientes para el lector. Por eso interesan, inquietan, perturban y fascinan. Dada la excelencia de cuanto escribe Gonzalo Hidalgo -y de esta compilación- no es tarea fácil elegir o destacar un cuento. Con todo y con eso hay uno que tiene una fuerza poética y sugestiva muy especial: “El monstruo de las siete cabezas”, donde al motivo tradicional evocador de la Odisea y otras narraciones míticas se une la fuerza misteriosa de la palabra oracular y sibilina junto al señuelo del número siete. Como dice el subtítulo añadido a la nueva edición, es un libro de relatos encadenados para lectores de 8 a 88 años. Y es que a su autor le gusta contemplar los números y demorarse en sus particularidades y resonancias, como también se deleita, a veces, escudriñando las palabras y sus vueltas.
Tiene el mundo de Gonzalo Hidalgo una veta más clásica y otra más barroca. Esto último lo digo pensando en otras obras suyas como El espíritu áspero (2009), una de sus mejores novelas, o La sed de sal (2013), de nombre palindrómico, igual que lo es Amad a la dama, reescritura de El celoso extremeño de Cervantes. Creador de un mundo propio y una toponimia de ficción bien conocida por sus lectores, Gonzalo Hidalgo es un escritor que tiene en su haber novelas memorables como Paradoja del inspector (2004), de genuina estirpe kafkiana, o Campo de amapolas blancas (1997), hermoso retrato nebuloso de dos muchachos y una generación, finamente trazado en un número exiguo de páginas. Su primera novela, Mísera fue, señora, la osadía, data de 1988.
La nueva edición de La princesa y la muerte contiene, al igual que la anterior, veintiún cuentos, un número múltiplo de siete. Hay, además, un epílogo, que yo recomiendo que se lea como si fuera un prólogo. En realidad es mucho más. Casi me atrevería a decir que en este ejemplar de menos de doscientas páginas, con dibujos muy acertados de personajes y lugares -como cuadra a un libro de cuentos que se precie-, tenemos, por añadidura, un tratado, que, rememorando el unamuniano Cómo se hace una novela, podríamos llamar “Cómo se hace un cuento” .
Pero las pautas y directrices que conocemos cuando el narrador-autor nos revela la fragua de La princesa y la muerte no son las que se enseñan en una escuela de letras, sino las que brotan en el taller de la vida casera, cuando un padre que pasea con su hija por la playa inventa una historia para compartirla y hasta componerla -o descomponerla- al alimón con ella, a tenor de que la niña la apruebe, censure o corte en seco, anticipando, más de lo debido, la llegada de la muerte.
“Quien es del todo comprendido por su tiempo, muere con su tiempo”, escribió Unamuno. Si el autor de Niebla no se equivoca, auguro a Gonzalo Hidalgo escritor una vida eterna.
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