Mientras oigo por la radio el concierto de Año Nuevo de Viena, copio este texto mío que anda por ahí, para que no diga mi amiga Carmen que tengo abandonado el blog-bloc. Por eso queda así, a modo de estrofa. ¡Qué vamos a hacerle!
Ayer, un sol deslumbrador y casi picante templaba el Botánico. Con la caída otoñal, la zelkova, reina del jardín, destaca enorme, vigilante.
Quisiera yo saber qué va a pasar con el jardinillo en obras; anuncian una tienda y otras cosas, pero habrá que verlo. Ya hay una, que tiene cierto estilo y gracia,
en el pabellón Villanueva, junto a la cafetería. Los precios de los bolsos de piel son caros en exceso, la verdad. Es preferible comprarse una lámina de Linneo.
El color herrumbre de los cipreses del pantano salpica y realza los verdes de las suculentas y otras plantas perennes del entorno. Me encanta darme un garbeo por la estufa de los plátanos de hoja cimbreante, y ver las rejillas del suelo. Lisboa y su calzada tan artística me han acostumbrado a mirar abajo, cuando la ocasión lo pide. No hay que perderse nunca la glorieta de los tilos o de los amantes, provista de mesa y asientos y adornada por una estela helenística animada.
En la parte más alta, en línea con Alfonso XII, la calle donde nació Ortega, había un talud con tierra, en bruto, que tenía su encanto.
Luego lo allanaron y plantaron el jardín de bonsais que donó Felipe González. Y es que eso de jibarizar es muy del gusto de los políticos.
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