La tienda es una auténtica delicia. No solo hay más alpargatas y más bonitas que en ningún otro sitio, sino que por el techo cuelgan cestos, canastos, espuertas, cuévanos, cedazos, banastas, redecillas queseras y garbanceras, mangas pasteleras de estameña y otros objetos recién fabricados de los que no se encuentran más que en museos etnológicos o libros de Azorín. Es una verdadera y genuina espartería, aunque no esté en la calle de Esparteros sino en Toledo con Latoneros.
La alpargata de esparto y algodón, con cuña, es mi calzado favorito para los veranos de Madrid y Lisboa. Me permite subir por las calles del Madrid de los Austrias y triscar por las colinas lisboetas. Se agarra muy bien a la calzada portuguesa y protege del empedrado castellano. Y son muy elegantes con falda larga, casi larga y hasta con pantalón. En Galicia, en cambio, apenas puedo utlizarlas. Si se mojan se hinchan y despegan, y mis pobres alpargatas de color rosa soportaron dos tormentas casi bíblicas y la segunda fue calamitosa para ellas. Las que las sustituyen son de ante rosa, preciosas, eso sí, pero no sé yo si van a ser cómodas y llevaderas como las de algodón. No tenían de algodón porque -según me dijo el dependiente- reponen los colores básicos, y el rosa palo no lo es.
El público y los clientes de Casa Hernanz -que de todo hay- son variopintos: japonesas que no paran de hacer fotos, como yo; madres con hijas, parejas y solitarios de cualquier lugar del mundo; madrileños de los de abolengo y americanas que saben del renombre de la Casa y compran para toda su familia. Siempre hay cola que asciende hasta los soportales que dan entrada a la plaza Mayor. Yo me sé cuándo no la hay, y suelo ir entonces, pero también es simpático hacer la cola y participar de la cháchara que la entretiene.
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