La Plaza de la Villa es un rincón lleno de sabor y embrujo, con sus edificios de distintas épocas y estilos y su cercanía. Alcalde yo, no me hubiera ido nunca de una placita tan acogedora, con sus callejuelas, conventos y plazas vecinas tan bonitas como la del Conde de Barajas o la del Conde de Miranda. Pero tampoco hubiera consentido el destrozo que no cesa de Canalejas, el edificio que crece desmesuradamente en la calle de Alcalá, detrás y a continuación de donde antaño estuvo el hotel París. Entre las sinvergonzonadas deleteréas de los políticos de turno y la desidia y falta de afecto de sus vecinos, sobrevive Madrid, conservando como puede y pese a lo poco que la quieren sus moradores un carácter genuino de ciudad simpática y una personalidad que nace, más que nada, del goce por vivir y de una alegría y vitalidad sin desmayo con su toque de zumba y sentido del humor próximo, que, a la postre, es el más trascendente.
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