SOBRE LA INADECUACIÓN DEL USO DEL VERBO EXISTIR PARA HABLAR DE LAS
PALABRAS. De la lengua habla todo hijo de vecino y en cierto modo es
natural. No obstante, hay quien lo hace con poco tino, bien por rigidez
académica y falta de sentido verbal bien por ignorancia respecto a cómo
ha de hablarse cuando de la lengua se trata. Hoy, voy a ocuparme de
errores terminológicos graves y frecuentes. Acabo de ver en un foro
lingüístico que los participantes se enzarzaban en una discusión acerca
de si tales vocablos existían o dejaban de existir. De inmediato, me he
acordado de mi querido y sabio profesor, Agustín García Calvo, el
Merlín de Juegos de la edad Tardía, mi queridísima novela de Luis
Landero. Agustín disuadía a sus alumnos del empleo del verbo "existir",
nacido, según él, para formular la oración (atiéndase al doble
significado de la voz) "Dios existe". Las palabras no, sostengo yo ¿Qué
podemos predicar, entonces, de las palabras? No su existencia, desde
luego, tampoco es tan importante que estén o no en el Diccionario de la
RAE. Hay veces que los criterios son de manga ancha y aroma demagógico
(cocretas, almóndigas, ye en lugar de i griega) otras pedantes y poco
certeros (deconstrucción en lugar de desconstrucción; Sudamérica por
Suramérica). ¿A qué carta quedarnos, pues? Hay varias. De las palabras
se puede predicar que están vivas, son bellas, suenan bien, su
derivación es acorde con la forma interna de la lengua, son oportunas,
necesarias, reveladoras, musicales, enjundiosas, vivaces, precisas,
ambivalentes, feas, horrísonas y mucho más. Aquí quería hablar, sobre
todo, de cómo no abordar comentario alguno referente a las palabras. Si
recurrimos, en esta materia, al verbo existir o a tomar como dogma el
DRAE, vamos mal, tan mal que no abocaremos más que al enredo
confundente del círculo vicioso.
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